miércoles, 30 de junio de 2010

El sol no brillará ya

Un esplendor iluminó sus ojos, sus piernas hasta las rodillas eran cubiertas por líquido marino, su piel estaba pegajosa por el sudor, la arena la envolvía de los brazos y el rostro.
Pasaron dos meses para que ella fuera a la playa, la ribera la mantenía como ausente e ida del ruido y el desdén de la ciudad, pasó poco tiempo para que se diera cuenta que la muerte era un regalo que la vida daba.

Ella ahí parada frente a la marea, preguntándose si vería a los suyos en aquel lugar lúgubre y tenso que cualquier persona evita mejor no hablar “la muerte”, esa que abraza a los mortales y los sacude como títeres de tela, sujetándoles y comprimiéndoles las palmas de las manos que bajo ellas se dibuja la “m” de mortalidad, la “m” de muerte.

Y es que a Elizabeth nunca le ha dado terror hablar de ella, cuando era pequeña su abuelo le dijo alguna vez que las cortinas oscuras atraparían en algún momento a las personas que más amaba, y que no tenía por qué ponerse triste, que la muerte era un regalo para el ser humano.

Elizabeth cree que la muerte es un sueño, el sueño más bello que se pueda tener, un lugar donde encontrará a su abuelo y a los que ya se han ido, que desde allá la cuidan, la ven, le sonríen, le extrañan.

Ya son las seis de la tarde y el ocaso ilumina la sonrisa picara y despampanante de aquella joven hiperactiva y alegre, ella camina sobre el infinito azul, hasta que el agua sube hasta sus labios rosados y gruesos, en unos segundos ella desaparece.