Pasaron dos meses para que ella fuera a la playa, la ribera la
mantenía como ausente e ida del ruido y el desdén de la ciudad, pasó poco
tiempo para que se diera cuenta que la muerte era un regalo que la vida daba.
Ella ahí parada frente a la marea, preguntándose si vería a los
suyos en aquel lugar lúgubre y tenso que cualquier persona evita mejor no
hablar “la muerte”, esa que abraza a los mortales y los sacude como títeres de
tela, sujetándoles y comprimiéndoles las palmas de las manos que bajo ellas se
dibuja la “m” de mortalidad, la “m” de muerte.
Y es que a Elizabeth nunca le ha dado terror hablar de ella,
cuando era pequeña su abuelo le dijo alguna vez que las cortinas oscuras
atraparían en algún momento a las personas que más amaba, y que no tenía por
qué ponerse triste, que la muerte era un regalo para el ser humano.
Elizabeth cree que la muerte es un sueño, el sueño más bello que
se pueda tener, un lugar donde encontrará a su abuelo y a los que ya se han
ido, que desde allá la cuidan, la ven, le sonríen, le extrañan.
Ya son las seis de la tarde y el ocaso ilumina la sonrisa picara y
despampanante de aquella joven hiperactiva y alegre, ella camina sobre el
infinito azul, hasta que el agua sube hasta sus labios rosados y gruesos, en
unos segundos ella desaparece.