domingo, 20 de septiembre de 2009

El retrato

Ojos que a media tarde resplandecen como la copa de vino que ante el rojo de la vela permanecen, el gesto de aquella joven ya no puede esconderse, una alegría la invade, pensativa como siempre, fría como el copo de nieve, que refleja ante la ventana de invierno la sonrisa aún no descubierta.

Majestuosa, libertina y sin remordimiento, mujer que pertenecía a la noche, de pronto la lluvia tocó su rostro tibio y sedoso, gota a gota caía un reflejo de ella.

Como si nada le preocupase, sus ojos se movían lánguidamente, a cámara lenta las pestañas subían y bajaban, esos ojos destellantes de un café desequilibrante no escaseaban tamaño, su boca entreabierta como si susurrara algo, tal vez una canción, tal vez el nombre de él.

Aquel que entre el cráneo y el cerebro tenía los mechones rojos, largos hasta los hombros, poseía una sonrisa espeluznante, nunca se sabía en que estado de ánimo se encontraba, reflejaba brillo en sus ojos y una mirada penetrante.

Él casi todo el tiempo estaba sentado en un sofá que se encontraba en el salón principal de la casa, al lado un librero que como cumbre cubría las paredes de madera, los rayos del poco sol que de repente se asomaban se filtraban por las cortinas verde pistache, la chimenea por lo regular siempre estaba a fuego lento, en el pasillo que se encontraba a un costado de esta, el gato negro que pertenecía a la joven libertina de la cual ya habíamos hablado, desfilaba con su cuerpo magnético y sensual, con su cola en un vaivén que solo él entendía, ¡que bonito y extraño era ese gato!

La dueña del gato se llamaba Cristin, Cristin era alguien recatada y muy callada, las pocas veces que le veían riendo era porque su gato jugaba con las bolas de estambre que ella misma tiraba al suelo después de haber terminado con su sesión de costura que desde muy pequeña su madre le había exigido.

- Como era posible que una niña tan frágil y hermosa salga a jugar con esos chiquillos hijos de la servidumbre, decía su madre cuando Cristin regresaba enlodada a casa.

Cristin siempre quiso tener un poco de independencia, un poco de diversión, quería saber todo sobre la vida de allá afuera, allá donde el olor a pan recién horneado llegaba a su nariz, en donde los carruajes retumbaban, en donde las amas de casa cuchicheaban en la esquina de la verdulería.

Hasta que lo logró, después de unos años, se casó con Lord Leopold, quien todo el tiempo estaba ahí en el sofá, con la vista permanente hacia la copa de coñac que todas las tardes consumía con tanta devoción.

Cristin casi siempre estaba alejada de él, a él le gustaba estar solo, a ella la entristecía eso, a pesar de que podía hacer lo que quisiera, las únicas veces en que podía verlo era cuando comían y cenaban, la única ves en que podían tener contacto físico era cuando él estaba de buenas y cuando a media noche Cristin que ya estaba casi dormida, era jaloneada por él, hasta que la devoraba como vestía embravecida, como demonio que dentro de cenizas desaparecía.


(El desarrollo del cuento sigue en construcción)

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Culminación

Desnuda la mano que atraviesa el vestido.
La lágrima dulce baja sobre el sol de media tarde.

El tobillo se mueve aforrándose al cabezal.

El suspiro de ambos choca, el beso con alcohol ni siquiera los incomoda.

Desnuda la mirada con la pupila dilatada.

Inesperado es el segundo, buscas el camino por debajo del ombligo, por detrás de los cerezos, busca hasta la cúspide de la lengua, humedece el rostro que se encuentra enrojecido.

Desnuda la piel, pálida, fría, que como espejo refleja cansancio y fastidio.

El silencio se escucha.

La concentración despierta la culminación de un placer inexplicable para muchos, te has preguntado cómo se logra la meditación.